Crónicas porteñas: Adoquines de tango
Fue un domingo cualquiera, pasada la mitad de los años cuarenta. Cada domingo, en un Valparaíso de tranvías, de grandes emporios olorosos, de manzanas confitadas, churros y algodones de azúcar, la gente se relajaba, se visitaba, cultivaba la amistad, se invitaba a la matinée a las enamoradas. Desde los cerros, las niñas con el pelo tomado en trenzas coloridas, usando tacones anchos y aprendiendo a equilibrarse en ellos por los centenarios adoquines del puerto. Los jóvenes engominados y peinados con copetes, usando corbatines delgados, bajaban en medio de las campanas de las iglesias, a disfrutar la mañana soleada de primavera.
Era un Valparaíso boyante, con los almacenes del puerto repletos de harina, mármol y hierro, con
En medio de las comunicaciones propagandísticas sobre el conflicto, que llegaban con meses de retraso a nuestro país del sur, había un sitio de la ciudad en donde la infancia se daba cita para jugar y reir: la matinal del Metro. Tradicional noticiero, “el mundo al instante” arrancaba aplausos porque la guerra estaba ganada, los soldados regresaban a casa. En los niños, eso permitía imaginar la guerra como si fuera de soldaditos de plomo.
En esa época, las sinopsis de las películas nuevas motivaban una competencia especial, ya que los corridos y mariachis competían con el tango arrabalero en la pantalla grande. Las películas mexicanas, con sus epopeyas cantadas, competían por el corazón de los espectadores con los dramones argentinos donde el tango era el rey.
A la salida de la matinal, pasado el mediodía, se juntaban las familias en el centro para disfrutar de un helado, comprar empanadas para el almuerzo y luego perderse como en ramilletes de risa por los ascensores hacia los cerros.
Después de almuerzo, la radio con las transmisiones del fútbol profesional generaba los gritos esporádicos de gol que se sentían como un eco concertado por toda la arcada del puerto. Los hombres en camisetas musculosas se sentaban en los patios de los cités a seguir el fútbol. Las cervezas aparecían por metros cuadrados y cuando terminaban las partidas, el Alberto Castillo de los cien barrios porteños se dejaba caer por el crepúsculo hilvanando las estrellas para las parejas que acercaban sus cuerpos y almas en el estrecho vaivén de un tango.
Era así como Valparaíso llegaba a la tarde dominical, a la hora de la vermouth, precedida por largas colas en los cines de Valparaíso para ver en tecnicolor la infaltable película de pistoleros, el duelo, la caravana, los indios y, cada tanto, los aplausos de una galería que apuraba a gritos la llegada de la caballería, pifiaba al bandido y aplaudía al jovencito de
Culminaban así los domingos porteños. Así, con el tango estampado a fuego en los cerros porteños, cada semana las barriadas obreras se integraban con modestia y alegría, generando un espacio de amistad propio de un pueblo chico, donde todos se conocían. La música de fondo para expresar las ansiedades de esa sociedad de clase obrera, de esa sociedad con funcionarios asomándose a la conciencia cívica, siempre era el tango, con el mensaje atemporal de cambalache, con la fuerza de la amistad de ese “Adiós muchachos compañeros de mi vida”, con que concluían las borracheras.
Para el lunes de nuevo, abrir las madrugadas con los pitazos del puerto y de las fábricas, para bajar silbando al despertar otra semana laboral, otra semana de escuela pública con cuadernos entregados gratuitamente por el Estado, otra semana en que el tango imponía su imperio cultural, que resignaba en parte los fines de semana ante el fervor del fútbol amateur.
Fue en este domingo cualquiera, en Valparaíso, en la segunda mitad de los cuarenta, cuando comenzó esta historia. Ese domingo cualquiera, sabe Dios porqué hilados del destino, Hernán Gustavo, el rucio Narbona y José Rafael, el chico Véliz, casi tropezaron uno con el otro, mientras vagaba cada cual, sin prisa alguna, por
El rucio trabajaba en los Astilleros, en el dique flotante donde parecía nacer el viento marino que al caer la tarde entumía los cerros y motivaba inspiradas libaciones en el barrio el puerto. El rucio había venido del campo a los dieciséis años junto con su madre, doña Blanca Laura. Pertenecía al gremio de los caldereros trazadores, un admirable oficio que consistía en la magia geométrica de diseñar y extraer curvas y piezas impecables, a partir de sólidas planchas de acero. Lo conocían en los clubes deportivos como el rucio, el que en su trabajo se movía entre trazados de planos con una precisión increíble, el que en la cancha era un win izquierdo de gran potencia en su disparo. Pero lo que más lo había marcado era su fama de bueno pa’ los combos.
José, trabajaba en las maderas, su oficio de maestro barnizador era casi de restaurador, aplicando el barniz a viejos muebles, con la muñeca, con una enorme paciencia, logrando que renaciera la veta del roble, del mañío, del cedro o de
El chico Véliz y el rucio Narbona eran de distintos clubes. Uno en el Chicarra y el otro en el Humberto Nelson y se conocían de vista. En los fines de semana, en la cancha de La Laguna, jugaban tres divisiones. Llegaban a la cancha los clubes del Barón, Lecheros, Larraín y Polanco. Los límites de los cerros de Valparaíso eran marcados por el club deportivo de cada barrio, pero en las volantinadas de dieciocho, en las fiestas de ensacados, en el día del roto chileno, no había diferencias y los muchachos alternaban como si Valparaíso fuese la casa generosa de todos.
En una ocasión, en la que ambos coincidieron como seleccionados de un equipo interclubes que jugaba con un equipo de otra Federación, se dio un hecho que marcó la historia del Chico y el Rucio. Era la primera vez que vestían la misma camiseta y en medio del partido se produjo una tole tole que abrió paso a la amistad entre ambos. El chico Véliz enloquecía rivales, el rucio centraba balones y el chico se lucía con su velocidad, dejando en ridículo a pesados defensas. Fue entonces que un grandote le cometió un fuerte foul que dejó al chico en el suelo, lesionado. La reacción del rucio fue casi instantánea, fue y encaró al agresor por su sucia jugada; éste tuvo la mala ocurrencia de sacarle la madre, que era para el Rucio lo más sagrado. De un solo izquierdazo, el mal hablado y mal jugado quedo nockeado y los dos, el agresor y el Rucio, fueron expulsados.
Un domingo se encontraron y tenían de verdad mucho que contarse.
Al toparse en esa esquina, se propusieron conversar algunas cervezas y se acercaron al Café Imperio, detrás del Hospital Arturo Deformes. Allí empezó la amistad entre ambos. Se habían conocido a través del fútbol, jugando en distintos equipos de fútbol amateur. José le había comentado al rucio que se probaran en el Everton de Viña del Mar, donde andaban buscando jugadores. Al final los dos se quedaron en el Club Humberto Nelson del Cerro Barón, porque sus respectivas madres nunca entendieron que ser pelotero pudiera constituir una cuestión profesional. Suficiente para ellas era tolerarlo cada fin de semana, pero como deporte amateur.
En el café Imperio había un giradiscos, un Wootlizer, que a invitaba a dejar algunas monedas a cambio de elegir buena música. Ambos amigos empezaron a elegir diferentes tangos, en una suerte de competencia por recorrer los tangos de Libertad Lamarque, Pichuco Troilo, Alberto Castillo, Argentino Ledesma, Gardel; todos fueron pasando como en una pasarela, mientras los dos amigos continuaron cruzando visiones, dejando en ese ritmo importado de los bulevares de Buenos Aires o París, letras tangueras que hablarían por ellos y que los hermanarían para siempre. Tomo y obligo, mándese un trago.Esa tarde, envalentonados por la fuerza romántica de tantos tangos escuchados, sin más monedas en los bolsillos, se prometieron animarse y salir en algún momento con las mujeres que amaban.
De esa amistad se precipitaron los hechos. Fue a la semana siguiente que el rucio supo que el chico José tenía una hermana, María. Que por ese azar del fútbol y del tango, José los presentaría en un partido de fútbol y que así también José conocería a Berta. Que se enamorarían compartiendo la magia sencilla del tango y que allí en ese entorno de música, esfuerzo y amistad, al despertar los años cincuenta, yo sería testigo y consecuencia de esta historia apasionante.
Porque esta es la historia de dos amigos, que se conocieron en la cita dominical del fútbol amateur, que recorrieron diversos estadios, el Osmán Pérez Freire, el Estadio O’Higgins, la cancha de La Laguna en Barón, el parque Alejo Barrios. Eran los años cuarenta cuando José, el chico Véliz, le sugirió a Hernán, el rucio Narbona, que jugaba en el club deportivo Chicarra que se inscribiera en el Humberto Nelson del cerro Barón.
La amistad entre el chico Véliz y el Rucio Narbona tendría coincidencias especiales, ambos habían nacido el mismo año 1920, el rucio se había enamorado de María, una de las hermanas de José, quien le presentaría a su amiga Berta, de quien José estaba enamorado.
La vida se desplegó como en una fuente llena de colores y sorpresas. José se enamoró de Berta, el Rucio de María. Los cuatro compartían los fines de semana. Ellas iban a verlos en las canchas los sábados y salían los cuatro a bailar el tango al Café Imperio, la tanguería del Almendral.
O bien lo hacían en la Puerta del Sol, donde otro amigo del club, Pablo, mantenía un conocido restaurante. En la cofradía del deporte y la amistad el Rucio Narbona y el Chico Véliz fueron viviendo sus escapadas cómplices. Algunas noches se animaron a escuchar tango en el American Bar, junto a navegantes varados en la noche porteña, en la esquina de
José decía que bailar el tango era como jugar fútbol, el tres por cuatro era driblear a la vida, mostrar la risa cuando el dolor partía el alma, escapar con una quebrada de la soledad, entregar la promesa y volver, siempre volver atrás, para recuperar el fuelle y poder seguir.
Los dos amigos, nacidos el año 20, se convirtieron en cuñados. Berta y José fueron mis tíos, María y Hernán mis padres. El corolario tuvo sabor a un tango propio. Mi madre estuvo ciega casi dos años. Un extraño mal, cuya causa nunca tuve claro, la dejó no vidente por un largo período. El cual habría sido traumático de no ser por el amor que mi padre le prodigó.
Fue un verdadero milagro. Un viejo cura de San Felipe sanó a María con homeopatía. Esto demoró el matrimonio casi dos años. Durante su enfermedad, cada tarde, de las siete a las ocho de la noche,
Ella se recuperó con fe, el pilar fue su amado rucio, el de ojos azules, picaflor, pintoso, peleador. Con su pinta tanguera, el Rucio aprendió a bailar con María, pero ambos siempre admiraron la forma de bailar el tango de José y Berta, que dibujaban sus milongas en el parqué, como si hubieran inventado la tempestad del amor en un tango lagrimeado.
Por eso, en mis genes está el tango. Por eso fue natural que Berta y José se trasladaran a buscar mejores oportunidades en Buenos Aires. Por eso, hicieron suyo Palermo, fueron al hipódromo cientos de veces y vibraron con Gardel entonando por una cabeza. Por esta historia que comenzó en la amistad del Rucio, mi padre, y mi tío, el chicoVéliz, al llegar a Buenos Aires, buscando libertad, encontré un alero filial en los brazos abiertos de Berta y José.
Esa fue
Los imagino en el giradiscos del cielo peleando por colocar su música favorita y mi viejo con mi madre bailando el tres por cuatro, unidos para siempre.
07/11/05